La convivencia con volcanes activos implica también riesgos que deben ser gestionados con precisión. En Chile, cerca de 10 millones de personas viven a menos de 100 kilómetros de un volcán activo. Esto hace que los planes de evacuación, las rutas de escape y la educación ciudadana sean componentes vitales del sistema de protección civil. En 2015, durante la erupción del volcán Calbuco, la rápida respuesta de las autoridades evitó una tragedia mayor, pero también dejó lecciones sobre la necesidad de mejorar la comunicación entre científicos, autoridades y comunidades.
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El turismo volcánico ha crecido exponencialmente en los últimos años. Escalar el Villarrica o caminar sobre los campos de lava del Llaima se ha convertido en una experiencia buscada por viajeros de todo el mundo. Esto ha generado oportunidades económicas para las regiones cordilleranas, pero también plantea desafíos en términos de sostenibilidad y seguridad. El acceso a zonas activas debe ser regulado con criterios científicos y respetando tanto la fragilidad del entorno como la seguridad de los visitantes.
Además de su presencia física imponente, los volcanes chilenos están dejando huella en la ciencia global. Investigaciones sobre sus erupciones han ayudado a entender mejor los patrones de actividad sísmica, la formación de nubes de ceniza y el impacto del dióxido de azufre en la atmósfera. Chile se ha convertido en un punto de referencia para vulcanólogos de todo el mundo, quienes encuentran en el país una plataforma ideal para estudiar la dinámica de los sistemas volcánicos complejos.
En definitiva, los volcanes activos no son solo una amenaza latente ni una postal pintoresca: son protagonistas profundos del paisaje chileno, marcando cada valle, cada lago y cada comunidad con su presencia. Aceptar su doble naturaleza —creadora y destructiva— es parte de entender el alma geológica del país. Porque en Chile, la tierra respira fuego, y su pulso se escucha en las entrañas mismas de la cordillera.