La fauna también acusa el impacto. Flamencos andinos, patos jergones y otros animales migratorios dependen de estas lagunas para alimentarse y reproducirse. Pero si el nivel del agua baja o su composición cambia, las algas y pequeños invertebrados de los que se alimentan también desaparecen. La consecuencia es una disminución en la presencia de aves, tanto en número como en frecuencia. Las estadísticas de avistamiento de aves en la Laguna del Negro Francisco, por ejemplo, han registrado una caída de más del 30% en la última década.
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Además, el aumento de la actividad humana —como la minería a gran altura y el turismo no regulado— añade presión a estos frágiles ecosistemas. La extracción de agua para procesos industriales o la contaminación por metales pesados pueden tener efectos devastadores. En varias zonas del altiplano, comunidades locales han comenzado a organizarse para proteger sus lagunas, declarando territorios de protección y exigiendo mayor fiscalización ambiental. En muchos casos, estas luchas están lideradas por mujeres indígenas, cuya relación con el agua es tanto espiritual como práctica.
No obstante, también hay ejemplos de esperanza. En la Región de Coquimbo, un proyecto conjunto entre universidades chilenas y comunidades locales ha implementado sensores de monitoreo y sistemas de gestión de agua que permiten prever crisis ecológicas. Al mismo tiempo, se están desarrollando planes de conservación de especies clave y educación ambiental para visitantes. Estas medidas no detienen el cambio climático, pero permiten mitigar algunos de sus efectos inmediatos.
Desde un punto de vista científico, las lagunas de altura son también indicadores del estado general del ecosistema andino. Su transformación es una advertencia: si ellas cambian, todo el sistema está cambiando. Y, aunque su belleza pueda parecer inalterable en una fotografía, la realidad es que están en constante mutación, muchas veces acelerada por la actividad humana.
Frente a estos desafíos, la protección de las lagunas altoandinas debe convertirse en una prioridad nacional. No solo por su biodiversidad o por su valor científico, sino porque representan un equilibrio ancestral entre agua, tierra, clima y cultura. Perderlas sería como cerrar los ojos ante un mensaje urgente que nos envía la naturaleza desde lo más alto de la cordillera.